Qué nos dicen con su conducta?
Más allá del diagnóstico y la corrección, la conducta desafiante en la infancia es un llamado a ser escuchado. Un síntoma que habla del niño, de su familia y del mundo que lo rodea.
En los últimos años, se ha vuelto cada vez más común escuchar diagnósticos como TDAH (Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad) o TND (Trastorno Negativista Desafiante) ante comportamientos infantiles que antes se rotulaban simplemente como “mala conducta” o “mala educación”.
Muchos de estos niños terminan siendo medicados —incluso con antipsicóticos en dosis leves— en busca de una mejora en su conducta. Pero en esta tendencia creciente hacia la medicalización y el diagnóstico precoz, cabe preguntarse: ¿qué estamos dejando de escuchar?

Una conducta que interpela
Las conductas desafiantes no siempre responden a una lógica de capricho o transgresión vacía. Detrás de un niño que se niega a obedecer, que grita, que se muestra agresivo o impulsivo, puede haber un profundo sufrimiento psíquico que aún no ha podido ser simbolizado ni puesto en palabras.
Lo desafiante, en muchos casos, no es más que una forma de defensa. Una manera de afirmar una identidad en un entorno que el niño vive como incierto, arbitrario o amenazante. Y sin embargo, lo que suele recibir como respuesta es la sanción, la corrección o, directamente, el silencio a través de un diagnóstico.
Diagnóstico precoz y etiquetas que ciegan
En ciertos contextos escolares y familiares, el diagnóstico actúa como un atajo. Proporciona una explicación rápida, una etiqueta con la que organizar la incertidumbre. Para algunos padres, puede significar alivio. Para algunos profesionales, una forma de intervenir. Para el niño, muchas veces, una identidad que lo protege del dolor de no ser comprendido.
Pero esta respuesta clínica puede ser un obstáculo si se transforma en un cierre. Si deja de interrogar lo que hay detrás de esa conducta. Si impide pensar que el niño no es su diagnóstico, sino un sujeto que sufre, que expresa a su modo lo que no puede elaborar de otra manera.
El diagnóstico tiene sentido cuando abre preguntas, no cuando las clausura.
El entorno escolar: entre la norma y la exclusión
La escuela, más allá de su función pedagógica, cumple un rol clave en la estructuración psíquica del niño. Sin embargo, en muchos casos, su respuesta ante comportamientos disruptivos tiende a ser correctiva antes que comprensiva. El niño que interrumpe, que desobedece, que “molesta” en clase, suele ser sancionado, expulsado, derivado.
El problema es que estas prácticas, lejos de ofrecer un sostén, refuerzan la vivencia del niño de estar frente a un mundo hostil y sin contención. Un mundo que lo etiqueta pero no lo escucha. Que lo nombra desde la desviación pero no desde el deseo. Que pretende “censurar” su comportamiento sin entender su sentido.

¿Qué nos están diciendo con su negativismo?
En vez de preguntarnos qué tienen, podríamos empezar por preguntarnos a qué se oponen. ¿Qué desafío está en juego cuando un niño dice "no"? ¿Qué lugar ocupa ese no dentro de su historia personal, familiar y social?
Algunos niños se identifican con la negativa como una forma de autopreservación: si ceden, sienten que pierden su integridad, que quedan a merced de un otro incontrolable. Otros se muestran autosuficientes porque depender del adulto —cuando este ha sido inconsistente, ausente o intrusivo— se vuelve una amenaza.
El “no” puede ser una manera de afirmar la autonomía, de defenderse del abandono, de sostener un yo frágil frente a un entorno inestable.
Infancias sin límites claros, sin referentes internos
Vivimos en una época en la que prima el narcisismo, el ideal de éxito, el rendimiento, la imagen. Se valoran los resultados más que el proceso, la aprobación externa más que el sentimiento interno. En este contexto, la construcción de ideales internos sólidos y de un sistema de normas que contenga al niño se hace cada vez más difícil.
Frente a la crisis de los ideales colectivos, muchos adultos —y por extensión, muchos niños— se ven arrastrados por ideales de omnipotencia y perfección. Esto da lugar a infancias marcadas por el miedo a crecer, por la apatía, por la indiferencia o por la sobreadaptación.
Algunos niños desarrollan un falso self: se muestran funcionales y obedientes, pero están desconectados de sus deseos reales. Otros se refugian en la rebeldía como única forma de afirmarse.

La familia como escenario subjetivo
En muchas ocasiones, los conflictos familiares profundizan la fragilidad subjetiva del niño. Padres que proyectan en sus hijos sus propios deseos incumplidos, que los ubican como depositarios de su narcisismo herido, o que oscilan entre la sobreprotección y el abandono, dificultan el desarrollo de un yo diferenciado y sostenido.
Cuando el adulto no puede sostenerse en sus propios ideales ni contener las diferencias, el niño queda librado a sus propias pulsiones. Sin referentes claros, sin límites consistentes, lo único que le queda es oponerse, luchar, desafiar.
Algunos padres transmiten a sus hijos que no pueden hacer algo “por el qué dirán”, desplazando la construcción de la conciencia moral hacia una angustia social. Otros padres, al transgredir ellos mismos las normas, impiden que sus hijos las interioricen como leyes generales y protectoras.
¿Cómo intervenir?
Lo fundamental es devolver a estas conductas su carácter de interrogante. Comprender que detrás del desafío hay una historia, un modo de tramitar el dolor, una forma de defenderse del desvalimiento.
La tarea del adulto —ya sea padre, madre, docente o terapeuta— no es combatir la conducta, sino sostener al niño en su diferencia. Mostrar que hay un otro capaz de contener, de sostener una posición coherente, de ofrecer un marco estable desde donde pensar y construir.
En el espacio terapéutico, el objetivo no es “corregir” al niño, sino ayudarle a construir representaciones internas que le permitan simbolizar su experiencia. Solo así puede surgir el pensamiento, el deseo y el vínculo con el otro.
Conclusión: del síntoma al sentido
Los niños desafiantes no son rebeldes sin causa. Son voces que claman por ser escuchadas. Sujetos que, frente a un mundo fragmentado, confuso e inconsistente, tratan de afirmarse como pueden.
La pregunta no es solo qué les pasa a ellos, sino también qué nos pasa a nosotros como sociedad, como familias, como instituciones. ¿Qué lugar le estamos dando a la infancia? ¿Desde qué ideales sostenemos nuestra función de adultos?
Porque si los niños no tienen a quién mirar, si no hay proyectos ni palabras que los nombren, lo único que les queda es el grito, la rabia o el silencio.
Escuchar ese grito es, hoy más que nunca, un acto de responsabilidad colectiva.
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